viernes, 19 de agosto de 2011

Pere Monràs, oncólogo, hoy experto en economía del conocimiento

riple salto mortal?
Fui evolucionando. Primero fui médico de pacientes (17 años), luego médico de sistemas hospitalarios (17 años director de una corporación con dos mil trabajadores), y ahora soy médico de lo social, de la empresa.

¿Y cómo cura?
A través de la economía del conocimiento, que se basa, no en la tecnología, sino en el talento de las personas.

¿Haberlo lo hay?
Sí, lo que pasa es que el talento da miedo. Al que tiene mucho, o se le tiene bien cogido u ojo que nos puede crear problemas. Las organizaciones no estimulan ni se apoyan en el talento, en general prefieren mediocres.

Es consustancial al poder temer que el subordinado lo supere.
Estamos en la decadencia de esta sociedad, o viene el abismo o la regeneración democrática radical: encontrar aspectos de cambio, una sociedad de actores con conciencia crítica y no de espectadores.

¿Y cuál es su medicina?
Creatividad, compartir y conectividad como retos del cambio. El nosotros es más inteligente que el yo.

¿Qué le llevó hasta ahí?
Un deseo enorme de experimentar y de sentir en un entorno ofuscado, cerrado, de condiciones, rutina, liturgias. Fue una contradicción creciente hasta mi adolescencia.

¿Una familia reaccionaria?
Sí, de financieros y empresarios, pero yo tenía otras inquietudes: la voluntad de servir, por eso decidí ser médico. Y porque tenía un hermano esquizofrénico que a los 14 años (yo tenía 10) hizo el primer brote.

¿Cómo le afectó?
Por suerte me hizo reflexionar, porque creo que tenemos mucha actividad y poca reflexión, y tan importante es hacer como entender lo que hacemos.

...
Y también me sirvió, cuando ya era médico, en centrarme más en el paciente, su manera de ser y su entorno, que en la enfermedad.

¿Y personalmente qué descubrió?
Que la pregunta es la base, y que cualquier circunstancia es un buen motivo para preguntarse para qué en lugar de por qué. El para qué te lleva al cómo lo hago, y en el cómo está el proceso de transformación.

También fue activista político.
Era el Mayo del 68, empecé a cogerle el gusto al transgredir como elemento de aprendizaje, evidentemente eso me distanció de mi entorno convencional y se despertó en mí el pensamiento no convencional.

¿Qué es eso?
Tener siempre presente el por qué no. En lugar de mirar las cosas que pasan y preguntarse por qué, imaginar lo que podría ser y preguntarse por qué no.

Actividad frenética la suya.
Sí, que no te lleva a ningún sitio si no la reflexionas. Yo en aquella época buscaba y lo hacía a través de la actividad. Descubrí que la cuestión no era buscarse sino crearse.

¿Crearse?
Todos tenemos patrones de comportamiento. Hay que entender la plasticidad cerebral y encontrar la manera de modificar esos canales neuronales que a menudo nos hacen responder a las situaciones de forma inadecuada, siempre la misma, y encontrar esas cualidades que creíamos que no poseíamos.

Adaptarse es la gran alquimia.
En esta crisis lo que más se oye es "ya pasará". Pero no pasará, la realidad ha cambiado. Ahora toca ir en rafting por el río tormentoso, es un error bajarlo en balsa. Nos estresamos porque estamos usando criterios antiguos. Las condiciones no requieren planificación, sino improvisación planificada.

¿La improvisación se planifica?
Hay que estar muy preparado para cualquier cosa que venga. Pániker decía ya no es tiempo de preparar presentaciones sino de preparar a los presentadores.

¿Cómo educar esa improvisación?
Yo he aprendido mucho de situaciones límite a través de los pacientes terminales. Se muere como se vive. Si tú asumes las cosas puedes morir en paz. Como médico puedes esconderte detrás del fonendo o aprovechar esa situación para entrar a fondo en la comunicación con el paciente, lo que te enriquece mucho, porque el proceso de morir del otro es el proceso de tu muerte.

¿Y?
Que lo importante son los intangibles, lo que no se ve, que las relaciones de intercambio que se producen entre las personas tengan calidad para que se dé la conectividad máxima, la empatía. Y tener siempre en cuenta que el error es lo que te forma.

... Y te humaniza.
Tenemos que combinar el orden y el desorden, aceptar que la moneda tiene cara y cruz, pero en nuestra sociedad tendemos al pensamiento simple, es decir: a tal acción, tal reacción. Debemos aceptar la complejidad. Me preocupa el reduccionismo.

Pues está muy extendido.
Si no piensas desde el cálculo, el dinero, nadie te escucha, pero desde el cálculo nadie piensa. En cambio si trabajas primero las ideas –el cálculo ya lo haremos después–, puede que haya tanto entusiasmo que se levanten recursos donde menos esperas.

Quien no arriesga no gana, dicen.
El pensamiento económico hegemónico está matando la capacidad de superar los problemas de la sociedad moderna. Falta pensamiento, buenos intelectuales.

miércoles, 10 de agosto de 2011

La Arbitrariedad en Las Empresas

“Tú te vas a gusto porque vas con esa persona y de pronto viene otro gerente y piensa lo contrario…”. “Es que en mi trabajo hay mucha incertidumbre y como no hay claridad, pues nunca sabes por dónde se va, y por dónde van los jefes ¿no? Entonces, lo que decía X, al día siguiente… no hay nada realizado, entonces a lo mejor tú llevas algo organizado y te lo descolocan todo”. Son dos afirmaciones (de un técnico y de un teleoperador de empresas distintas) a través de las que se ejemplifican las numerosas situaciones de desorientación a la que lleva esa dinámica de cambio permanente en la que están sumidas un número cada vez mayor de compañías: las formas de realizar el trabajo cambian de un día para otro, las personas en las que confiabas de repente ya no están o las maneras de relacionarte con proveedores y clientes varían sin tiempo para reaccionar.

Como señalan Juan Carlos Revilla y Francisco José Tovar, profesores de la Universidad Complutense y de la Universidad de Valladolid, las nuevas tendencias organizativas generan una atmósfera de arbitrariedad que resulta notablemente perniciosa para el conjunto de la organización. Esta manera de gestionar, que definen en el artículo Control organizacional en el siglo XXI, (REIS nº 135) como lógica fluida, se basa en la ausencia de unos principios de organización y de recompensa estables y explícitos, lo que permite dirigir más férreamente las empresas a través de la generación de incertidumbre. En este contexto, el trabajador se convierte “en un superviviente que cada día debe dar lo mejor de sí en su puesto de trabajo, y adaptarse a todo lo que laboralmente acontezca”.

Como explica Revilla, esta lógica fluida obliga a que las empresas cambien de dirección y de criterios constantemente, dando sus directivos golpes de timón inesperados para intentar adaptarse a unos mercados que siempre se escapan. En ese dinámica, casi nunca se explican a los trabajadores los motivos y los beneficios de los cambios, lo cual les sume en la incertidumbre, “primero porque viven en un mundo lleno de rumores, después porque no saben qué va a ser de ellos en el nuevo esquema y por último porque no acaban de entender lo que pasa y por qué antes se trabajaba de una manera y ahora de otra”.

La consecuencia última es la generación de un malestar indefinido que impregna el trabajo, pero que tampoco acaba cuajando en una oposición frontal. “Los empleados no se quejan de manera abierta a los directivos porque entienden que ellos son los que mandan y tienen derecho a hacer esos cambios, pero al mismo tiempo, como son los que realizan directamente la actividad, sufren mucho más las irracionalidades que aquéllos producen”. Cuando se implantan nuevas formas de desempeñar el trabajo y su efectividad o su eficacia no son las esperadas, los trabajadores son los primeros en darse cuenta, y por lo tanto, quienes más viven esa quiebra entre lo que los directivos dicen y lo que la realidad les ofrece.

Para Revilla, el telón de fondo que justifica tantas variaciones organizativas es la insistencia en la flexibilidad de las organizaciones y de los empleados, algo que puede entenderse en alguna medida, “ya que las empresas probablemente necesiten transformarse para adaptarse al mercado pero se trata de algo que a veces llevan demasiado lejos. En ocasiones, el cambio no es más que una autojustificación”. El problema, señala Revilla, es que a menudo no está clara la relación entre las transformaciones que se dan en el mercado y las UE se realizan en las empresas: “Quizá los directivos puedan tener una idea más o menos clara, pero muchas veces las estructuras se cambian por el simple hecho de que creemos que tenemos que hacer cosas nuevas: muchas compañías realizan modificaciones organizacionales para adaptarse al mercado sin haber estudiado por dónde va a ir éste. Se lee en una revista para directivos algo que parece llamativo y se acaba implantando en la compañía”.

Consecuencias negativas

Por eso muchas transformaciones acaban teniendo consecuencias negativas para la empresa y para sus trabajadores. “En la medida en que muchos empleados piensan que los cambios no responden a nada en concreto, no los llevan bien y acaban perdiendo motivación, además de acrecentar un sentimiento extendido de injusticia, en tanto no creen que sean los que mejor realizando su función quienes ascienden o consiguen mejoras en su retribución. Los empleados acaban convirtiéndose en supervivientes, moviéndose lo justo para hacer ver que están cumpliendo lo que les mandan, pero sin demostrar ningún tipo de implicación personal”.

Se refiere Revilla a que muchos trabajadores no sólo se desmotivan, sino que terminan desarrollando una notoria astucia, de modo que “sólo trabajan cuando van a ser observados o valorados. Como piensan que nadie se lo va a reconocer o que cuando han trabajado a tope nadie se lo ha tenido en cuenta, hacen sólo aquello que saben que va a ser útil para sus evaluaciones”. Así se llega a un entorno en el que está ausente justo aquello por lo que abogan casi todas las formas modernas de gestión “como es una mucho mayor implicación, más personal y más viva, de todos quienes participan en las empresas”.

Una sensación que se acrecienta en la medida en que perciben cómo la arbitrariedad alcanza a las decisiones relacionadas con los ascensos y despidos, cuyos criterios no se muestren anda claros. Así, señala Revilla, “cualquier proyección de carrera queda al albur de la decisión de la gerencia, que funciona como una varita mágica que te transforma por la propia voluntad”. En ese contexto, percepciones como las de un consultor (“ahora hay bastante inseguridad; si vuelves a la central lo mismo te quedas sin proyecto o si hay un recorte te vas a la calle”) o de un teleoperador participantes en el estudio (“de un día para otro te ponen en la calle, se acaba el servicio o le caes mal al jefe o lo que sea y te dicen mañana ya no vengas; pero tal cual, ¿eh?) tienden a volver más eficaz la disciplina empresarial, asegurándose de que el empleado no se opondrá a las directrices que se le imparten, pero son raramente efectivas a la hora de conseguir que los trabajadores se involucren de verdad.

Más al contrario, lo que acaban desarrollando es una suerte de segunda piel, que Revilla llama “distancia irónica”, que les hace no tener ninguna fe en aquello que les cuentan. “Han visto pasar a muchos directivos y muchas formas diferentes de trabajar, saben que los cambios suelen procurarles peores condiciones de trabajo y que no por esforzarse más se van a ver recompensados, de modo que tienden a no creerse nada…”

Pero esa misma distancia opera también respecto de la misma acción colectiva. El decaimiento de los sindicatos, especialmente en las mayores empresas, “tiene que ver con la desmovilización de unos trabajadores que perciben los acuerdos del comité de empresa como simples componendas que les perjudican, pero también con la enorme dificultad que tienen para unirse con los demás·. Esa distancia cínica no opera sólo respecto de los directivos que imparten órdenes que no entienden o de representantes sindicales que no perciben de su lado, sino que opera también de cualquier intento de acción colectiva: tampoco creen en sus mismos compañeros.